EL EFECTO DOMINÓ
Mi experiencia comienza hace muchos años, cuando yo vivía en Madrid, más o menos con unos dos años. Yo iba a la guardería, y mi mejor amiga, Ainhoa, se encontró un gato en su pueblo. Vino a mi casa y me lo enseñó: era un gato blanco como la nieve con una gran mancha negra que cubría una parte de su cuerpo, cerca del hocico. Me encantó ese gato, y desde ese día, estuve pidiéndole a mis padres un gato. Me lo habrían comprado sin problema, pero había una pega: mi madre es alérgica a todos los animales. Por eso no tuve un gatito.
Les planteé todas las ideas que se me pasaban por la cabeza: dejarlo fuera de casa, que viviese conmigo en mi cuarto cuando tuviese un par de años más… pero no hubo manera. Ya cuando nos mudamos a la que ahora es mi casa, lo pedí por Reyes, pero parece que los Reyes también tenían en cuenta la alergia de mi madre.
Al año siguiente fue la misma historia, y como lo único que yo quería era ese gatito, mis padres compraron una piscina. Con eso, no me olvidé del todo del gato, pero casi completamente.
Cuando nació mi hermana, el gato volvió a mi mente, porque no podía utilizar la piscina, ya que si lo hacía ella podría ahogarse si se metía por error, sin saber las consecuencias que tendría. Y así fue todos los años hasta este mismo verano, en el que encontramos una gata negra.
No la quisimos coger porque era muy mala, y había mordido varias veces a los vecinos, que también tenían un gato, y me dejaban de vez en cuando jugar con él, pero eso sólo hacía que mis ganas de tener un gato aumentasen.
Por sorpresa, este verano mi padre vio unos gatitos, bueno, mejor dicho los oyó por la noche, bajo los coches, y resulta que eran los gatitos de esa gata negra tan mala. Mi padre se atrevió a coger uno, y desde ese día, me encariñé mucho con él. La verdad eso ha ocurrido hace medio mes, pero eso no importa. Todos los días salía muy temprano para salir al patio de mi casa para jugar con él y darle un vasito de leche y un poco de jamón york. Me lo ponía en la mano y él venía cariñosamente a comerlo de mi mano.
Claramente, no todo era el mundo perfecto: mi madre seguía empeñada en que el gato se fuese de casa. Un día, ese gato pinchó mi querida piscina, que se desinfló casi completamente.
Ahora me doy cuenta de que si no hubiese traído ese gato a casa no me habría quedado sin mi piscina.
No hay comentarios:
Publicar un comentario